La Navidad de 1,984 fue, como todas las navidades desde que ocurriera la tragedia una mezcla de diversas emociones: añoranza, melancolía, gozo por tener a los hijos de nuevo junto a ella, satisfacción al ver a los niños crecer sanos y felices y un cierto aturdimiento, estaba acostumbrada a vivir sola con sus recuerdos y el alboroto de las fiestas desordenaba un tanto su tranquila existencia.
El día de Navidad, a pesar de haber trasnochado, se levantó pronto, quizás la costumbre de madrugar o el insomnio tan común en los ancianos ¡vaya Vd. a saber! Todos dormían; entró en la cocina a poner la cafetera, ese café madrugador, solo, negro, fuerte, a pesar del insomnio, los años y la hipertensión, le era absolutamente necesario para afrontar cada mañana la jornada diaria. Mientras se hacia el café se metió en el baño para cumplir con su diario ritual de aseo, se miró al espejo al pasar junto a él, al contrario que otras mujeres de su edad, no le tenía miedo, sabía que cada arruga en su rostro era el testimonio de una batalla ganada.
Sola con su taza de café salió a la terraza y encendió el primer cigarrillo de la mañana, fumar era algo por lo que en otros tiempos había sido criticada en el pequeño pueblo pesquero de Cabo de Palos, ahora ya no le importaba a nadie, a ella le gustaba iniciar el día así, en la terraza, sobre la Playa de Levante, entre sus plantas, mirando al mar que tanto amaba y que durante un tiempo tanto odió. Ahora, transcurridos casi cuarenta años, había aprendido a comprender y volvía a gozar de la visión de las olas caracoleando en la playa mientras, a su derecha, la sombra de su buen amigo el faro se erguía protectora.
Aquella mañana fría de diciembre sentía especialmente su ausencia, le dolía físicamente su ausencia y miraba al mar fantaseando con la idea de ver aparecer la barca en el horizonte y a Gabriel haciéndole señas con la mano, así el Mar le devolvería lo que antaño le robó. ¡Sería el mejor regalo de Navidad! -pensó, aún comprendiendo que jugaba con la realidad.
En la playa, antes solitaria, le pareció ver la silueta de un hombre joven, fue tan solo un momento pero creyó reconocer aquella forma de andar, aquellos hombros anchos, aquella piel curtida por el aire salobre, pensó que el ansia que unos momentos antes sintiera, unida a sus fantasías, le hacía desvariar y quiso asegurarse de su error para evitar caer en la locura, se echó un chaquetón sobre los hombros, más que nada por no oír a su vuelta las imprecaciones de su hija Pilar, siempre preocupada por ella: Mamá está tan sola y es tan despistada -solía decir- en aquel lugar tan inhóspito en invierno.
Antes de pisar la arena se descalzó, no soportaba la arena en los zapatos y curiosamente en aquella hora aún temprana la sintió cálida, miró a su alrededor, ni rastro de aquél hombre que tanto la había impresionado, caminó un rato por la playa, pensó en lo hermosa que estaba y concentró su atención en el rumor de las olas que tenían la virtud de calmar su espíritu, aunque este estuviera envuelto en la peor de las tempestades, como sucedía en aquellos años.
Absorta en sus pensamientos tardó un rato en advertir una presencia a su lado, una Navidad se fue, salió de pesca, los niños eran aún muy pequeños, nunca volvió... unos días después la pleamar trajo los restos de una barca que ella, casi, casi sin fuerzas reconoció como “La Gaviota” pero de Gabriel nunca más se supo. -Se lo llevó el Mar- decían las comadres de Cabo de Palos. Y María no enloqueció simplemente porque no podía permitírselo ¿qué hubiera sido de sus hijos?. Había luchado mucho, de una situación de cierto desahogo el panorama familiar había pasado a ser francamente precario y María, que nunca había trabajado fuera de su entorno familiar, hubo de aprovechar cualquier oportunidad para sacar a su familia adelante, trabajó de asistenta por horas, recolección en el campo, costurera, elaborando las tapas de un pequeño bar.... a ningún trabajo por humilde que fuese le hizo ascos, siempre que fuera honrado, al llegar a casa la esperaban sus propias faenas y los problemas propios del cuidado y educación de los niños, en honor a la verdad he de decir que en ese tiempo su ausencia se le había hecho, tan ocupada como estaba, menos dolorosa. Ahora, con los hijos bien situados y establecidos por su cuenta la soledad le resultaba más y más evidente.
María levantó la vista, caminando, caminando había llegado al lugar donde aparecieron los restos de la barca y entonces lo sintió; miró a su lado y allí estaba: ¡era Gabriel! ¡su Gabriel! con el pelo negro cayéndole en mechones sobre la frente, con los ojos alegres aunque un poco cansados igual que cada mañana cuando volvía de pescar -¿Qué hay princesa? - le preguntó, como cada mañana cuando volvía de pescar. Pensó que no podía ser, habían pasado casi cuarenta años y ese hombre era demasiado joven, instintivamente miró sus manos, desgastadas por el trabajo y la artrosis, casi no las reconoció tersas y jóvenes, se acercó al Mar, para mirarse como en un espejo, este le devolvió la visión de sus treinta años gloriosos y no quiso pensar, se entregó a vivir el misterio sin más complicaciones.
¡Feliz Navidad, princesa! -le dijo Gabriel mientras se abrazaban largamente y unidos en ese abrazo comenzaron a caminar en pos de la luz.
Los paseantes madrugadores encontraron sobre la arena, sin vida, el cuerpo de la anciana, lo que nunca pudieron encontrar fue el rastro de una pareja que los más madrugadores dicen que vieron adentrarse en el Mar, en la Playa de Levante, en Cabo de Palos, la mañana de Navidad de 1.984
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