Cuando cualquier Domingo de Resurrección la puerta de Santa María de Gracia se cierra definitivamente ocultando al pueblo, emocionado, la bellísima y entrañable imagen de María del Amor Hermoso, nuestra Madre, cuando, cualquiera de esos días, hayamos aplaudido por última vez al piquete que acompaña a nuestra Virgen hasta su casa y emprendamos emocionados, meláncolicos y advirtiendo por primera vez el cansancio acumulado durante nuestra Semana de Pasión, esa semana de nueve días, que, comenzando con el primer tambor que rompe el silencio en las proximidades de la Catedral de Santa María la Mayor, iniciando la salida del Cristo del Socorro, terminará con un adiós lleno de ternura y calor del que acabaremos de ser testigos y protagonistas, los cartageneros habremos asistido a dos acontecimentos clave en el desarrollo de esa semana transcendental para nosotros.
Entre esos dos momentos, una gran plegaria; nuestras procesiones que parecen discurrir solas, sin que nadie mueva un músculo, sin que nadie haga el más mínimo esfuerzo para que alcancen su espléndida brillantez. Pero todos sabemos que no es así, nada queda al azar, desde lo más evidente hasta lo impensable se cuida con esmero hasta llegar al momento culminante de la última Salve.
Entre esos dos momentos, una gran plegaria; nuestras procesiones que parecen discurrir solas, sin que nadie mueva un músculo, sin que nadie haga el más mínimo esfuerzo para que alcancen su espléndida brillantez. Pero todos sabemos que no es así, nada queda al azar, desde lo más evidente hasta lo impensable se cuida con esmero hasta llegar al momento culminante de la última Salve.
En las cofradías, que ya empezaron a trabajar casi desde el momento en que se recogiera la última silla de las procesiones del año anterior, son muchas las personas que se desvelan para la buena marcha de los desfiles pasionales. Son muchas y muy variadas las labores a realizar, labores ejecutadas con cariño que conducirán al hermoso resultado que todos conocemos. En torno a ese trabajo, silencioso y callado, ha ido surgiendo un rico anecdotario que, en ocasiones, superando lo meramente anecdótico, transciende al filo de lo misterioso, así sucedió un Lunes Santo cuando mi amiga Magdalena buscaba azahares para engalanar el trono de San Juan Californio.
Áquel Lunes Santo, al igual que otros años, Magdalena de Murcia cogió su cestillo y se dispusó a recolectar, como en otras ocasiones, el azahar que, desde hacía algún tiempo, por encargo del hermano sanjuanista Gerónimo Martínez Montes, recogía para San Juan. No contaba con que, debido a que la Semana Santa era muy tardía, naranjos y limoneros habían dado ya la flor y, en los árboles, aunque todavía invisibles a simple vista, empezaban a brotar los primeros frutos.
Optimista, recorrió uno a uno los jardines de todas sus amistades, ni en los chalets, que hace treinta cinco años o cuarenta años todavía abundaban en el Ensanche cartagenero, ni en los huertos de los barrios de Peral y Los Dolores; ni en el Bº de la Concepción, en donde en otras ocasiones había hecho buena provisión de las perfumadas flores, merced a los naranjos plantados en las calles; ni siquiera en las cercanías de la Sierra de la Fausilla, paraje destacado en la geografía cartagenera por la calidad y cantidad de sus cítricos; ni aún en el Huerto de la Migalota, lugar de privilegio dentro de ese paraje, que tantas flores, ramas de árboles y azahar había aportado y aún había de aportar a nuestra Semana Santa, pudo encontrar las flores que prestan su aroma característico al paso de San Juan.
Desalentada y casi, casi agotada, volvía a su casa cuando al pasar por una vivienda abandonada y ruinosa, en Ciudad Jardín, un fuerte aroma hizo que en ella renacieran las esperanzas pérdidas. Con suavidad empujó la pequeña cancela que cedió al instante y, rodeando la vieja casa, llegó a la parte trasera del desvencijado edificio, allí junto a una vieja pila de lavar, un rosal polvoriento y unas macetas de geranios de hojas escasas y amarillentas, un vetusto naranjo exhibía, glorioso, sus galas nupciales; un rayo de luz, atravesando el exiguo follaje, parecía señalarlo al tiempo que le hacía adquirir un aura casi sobrenatural.
Días después, una vez pasado el Domingo de Pascua, la familia de Murcia, paseando una tarde, quiso ver el naranjo que tan buen servicio hiciera a San Juan y sólo encontraron un desmedrado árbol casi desprovisto de hojas, con las ramas desnudas apuntando a lo alto, como buscando la luz que aquel Lunes Santo lo bañara con su espectral y misterioso rayo.
hermosa esta historia
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