sábado, 26 de marzo de 2011

El ausente

La Navidad de 1,984 fue, como todas las navidades desde que ocurriera la tragedia una mezcla de diversas emociones: añoranza, melancolía, gozo por tener a los hijos de nuevo junto a ella, satisfacción al ver a los niños crecer sanos y felices y un cierto aturdimiento, estaba acostumbrada a vivir sola con sus recuerdos y el alboroto de las fiestas desordenaba un tanto su tranquila existencia.

¡¡Encontraré el azahar!!

Cuando cualquier  Domingo de Resurrección la puerta de Santa María de Gracia se cierra definitivamente ocultando al pueblo, emocionado, la bellísima y entrañable imagen de María del Amor Hermoso, nuestra Madre, cuando, cualquiera de esos días,  hayamos aplaudido por última vez al piquete que acompaña a nuestra Virgen hasta su casa y emprendamos emocionados, meláncolicos y advirtiendo por primera vez el cansancio acumulado durante nuestra Semana de Pasión, esa semana de nueve días, que, comenzando con el primer tambor que rompe el silencio en las proximidades de la Catedral de Santa María la Mayor, iniciando la salida del Cristo del Socorro, terminará con un adiós lleno de ternura y calor del que acabaremos de ser testigos y protagonistas, los cartageneros habremos asistido a dos acontecimentos clave en el desarrollo de esa semana transcendental para nosotros.

25 de julio del 37. Un leño en el mar

Desde el mar la Muralla de Carlos III, que en siglos pretéritos protegiera la ciudad, parece empinarse para recibir una vez más el beso de las olas que antaño juguetearon a sus plantas y, creyéndose todavía amparada por sus muros, la vieja Alcazaba testigo en la paz y en la guerra de los momentos de gloria y de miseria, de los amores y desamores, de las alegrías y las penas de la dama que aún guarda: